Mi Lactancia en el extranjero: Alemania
- Violeta Reyna Asesora de Lactancia
- 3 feb
- 3 Min. de lectura
Cuando mi primer retoño llegó a este mundo, jamás imaginé que amamantar sería un desafío tan grande. En aquella habitación de hospital, lejos de casa y de todo lo que me resultaba familiar, me sentía atrapada en un mar de emociones mientras mi bebé lloraba de hambre. Los días en el hospital se alargaron como una pesadilla interminable. Sophia perdía peso, y con cada gramo que bajaba, mi confianza también se desmoronaba, como si cada gota de esperanza se escapara junto con su llanto.
Recuerdo con claridad esas noches eternas, intentando una y otra vez que mi bebé se prendiera al pecho. Llamaba a las enfermeras repetidamente, con la esperanza de que esta vez funcionara, pero cada intento fallido era un golpe directo a mi corazón de madre primeriza. Al final, la fórmula se convirtió en nuestra salvación, pero cada biberón me recordaba lo que sentía como mi fracaso, no por el hecho de darle fórmula, sino porque me sentía incapaz de hacer algo que debería ser tan natural. Porque al final, la culpa de ser madre parece ser algo que llevamos, hagamos lo que hagamos.
Nadie me había preparado para este torbellino de emociones: un amor incondicional y puro, mezclado con una impotencia desgarradora.
Volver a casa no trajo el alivio que había imaginado. Cada día me repetía en silencio: “¿Por qué no puedo lograr algo que debería ser instintivo?”. Mis lágrimas se mezclaban con la leche que no fluía, formando un silencioso y agridulce testimonio de mi frustración y de mi amor inmenso por mi hija.
Pero en medio de la oscuridad, encontré una chispa de esperanza: grupos de apoyo en Facebook, moderados por asesoras de lactancia (aunque pareciera algo inesperado), se convirtieron en un pilar para mí. Con su guía paciente y mi firme determinación, poco a poco, la lactancia comenzó a dar frutos. Cada pequeño avance era una victoria celebrada en silencio, un paso más hacia la conexión que tanto anhelaba.
Esa experiencia me cambió profundamente. Pasé de ser una madre insegura y llena de dudas a convertirme en un recurso para otras mujeres. Mi propia lucha me llevó a formarme como asesora de lactancia, y pronto me encontré ayudando a otras mamás en sus propios desafíos. No hay palabras para describir la satisfacción de recibir un mensaje de agradecimiento de una madre que había logrado amamantar gracias a mis consejos. Cada pequeño logro sanaba un poco más esas heridas del pasado. Comprendí entonces que mi lucha no había sido en vano: se había transformado en mi propósito.
Cuando mi segunda hija llegó a nuestras vidas, todo fue diferente. La lactancia fluyó de manera natural, reflejando la confianza y seguridad que había ganado en el camino. Ya no era aquella mujer insegura de antaño; ahora era una madre empoderada, confiada en su cuerpo y en su capacidad para nutrir.
Este viaje de maternidad y lactancia, lejos de mi tierra natal, me enseñó que somos mucho más fuertes de lo que imaginamos. Que el amor de madre tiene el poder de derribar fronteras y superar los mayores obstáculos. Y que nuestras luchas más duras, aunque dolorosas, pueden convertirse en nuestras mayores victorias y en una forma de tender la mano a quienes transitan por el mismo camino.
Ser madre en el extranjero es como navegar en aguas desconocidas. Cada desafío, cada noche en vela, cada pequeña victoria nos revela una fuerza interior que jamás habríamos sospechado que teníamos. A todas las madres que están lejos de casa, luchando en silencio, les quiero decir: no están solas. Nuestra fortaleza crece con cada historia compartida, con cada pequeño logro. Porque juntas, somos capaces de construir un faro que ilumine el camino de quienes vienen detrás.

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